Ahí estaba sentada a oscuras frente al Lago de Atitlán con café en mano recién hecho esperando a ver el amanecer. Los primeros rayos del sol. Esos que auguran otra oportunidad para vivir. De hacerlo mejor. De volver a nacer. Con todos los sentidos muy despiertos. Concentrada en estar presente. Sobre todo, en apresar dentro de mí cada instante de la experiencia. Atrapar la belleza de ese todo. Aferrada a existir en medio de ese paisaje. A vivir. Qué ganas de detener el tiempo.
El cielo estaba despejado, se podían ver claramente las estrellas; lo que prometía un amanecer sin neblina. Mi corazón latía fuerte y mi respiración se aceleraba de la emoción. Todo era silencio, nadie hablábamos. Sabíamos que estábamos a la espera de algo hermoso y único. El lago rodeado de volcanes imponentes. El Tolimán, San Pedro y Atitlán. Al fondo se veía el de Agua, el Acatenango y el activo de Fuego. Erupcionando, vivo, latiendo fuerte. Alcanzábamos a ver las enormes cenizas que expulsaba, así como el estruendo de su explosión. Por momentos las lágrimas rodaban por mis mejillas y, en otros, mi garganta se hacía nudo. Pocas veces una se sienta con una paciencia ceremonial a esperar la salida del sol de esa manera. Rodeada de tanta vida.
Me desperté a las dos de la mañana para comenzar la aventura. La noche anterior había tomado mi baño y me dormí temprano. Lo que menos quería era estar cansada. Sonó el despertador y sin tanta dilación, me cambié. Pantalones y zapatos de senderismo, ropa en capas, sombrero, repelente, agua y un par de barritas. Listos para ampliar nuestro viaje e intensificar nuestro idilio amoroso con la vida. Dispuestos a dejarnos vencer por la grandeza de la naturaleza.
Pasaron por nosotros a las tres de la mañana. Subimos a la camioneta que nos llevaría a bordear parte del lago hasta llegar al mirador. El camino a esa hora de la noche estaba repleto de árboles, caminos angostos por poblados silenciosos y mucha vegetación. No sentí miedo, por si me preguntas por la seguridad. Al contrario, íbamos extasiados viendo el paisaje y charlando.
Milton, nuestro conductor, resultó ser un gran conversador. Viajero, lector y conocedor de su país nos hizo la hora y media de trayecto, amena e interesante. Nos platicó acerca de las costumbres de algunos grupos mayas y de cómo se han adaptado a la actualidad. El 56% de la población es de origen maya y en su mayoría conservan sus tradiciones. También nos habló del panorama político actual. Yo conocía muy poco acerca de Guatemala, salvo que son nuestros vecinos del sur. Ahora que lo pienso, qué pobre percepción y que gran ignorancia la mía. Sólo tenía alguna referencia de la novela “A veces despierto temblando” (2022) de Ximena Santaolalla en la que aborda parte de las matanzas durante el gobierno del expresidente Efraín Ríos Montt y su salvajismo en el genocidio de cientos de indígenas.
Nuestro conductor agregó una experiencia impactante de un conocido suyo quien había presenciado la masacre de su comunidad, en donde él fue el único sobreviviente. Los kaibiles, militares de entonces; lo buscaron para asesinarlo incansablemente sin tener éxito. Creyeron que el que había quedado con vida era niña y no un niño. Años después como sucede en la vida, se encontraron frente a frente víctima y verdugo en un contexto laboral y en la actualidad. La impresión fue traumática y ambos nunca regresaron a su trabajo.
Una vez que llegamos al poblado, Milton nos presentó a Miguel, nuestro guía en el ascenso. Para entonces, eran las cuatro y media de la mañana. Todo estaba oscuro. El cielo estrellado. Sin nubes. Milton y Miguel predijeron un buen amanecer. Estaban contentos, porque el día anterior había llovido mucho.
Cabe decir que cuando uno como viajero apuesta por presenciar fenómenos naturales como éste, avistamiento de animales, auroras boreales o cualquier otra actividad que escape de las manos humanas; debe haber una conciencia de que puede no suceder. Sin embargo, como tal, esperamos la honestidad de quienes prestan los servicios para comunicarnos de las mejores condiciones para lograrlo. Por ejemplo, días antes intentamos nadar en el Cráter Azul en Petén y nos dijeron que estaba lodoso. Agradecimos la honestidad y evitarnos el mal momento, así como tirar el dinero.
Emprendimos la caminata a oscuras con un par de linternas y nuestra fe infantil de que venía algo para recodar. El camino estaba lodoso, lleno piedras, algunos charcos y el cielo sobre nuestras cabezas. Miguel fue paciente, muy amable y hasta cariñoso. Nos platicó de su comunidad y de su trabajo como guía para ver amaneceres. Me encantó la idea de su oficio. Mostrar la belleza a quienes acuden a la montaña. Me sorprende que alguien se dedique a una tarea tan sublime y, al mismo tiempo, que requiera de una buena condición física para subir esos peldaños tan salvajes. Su figura no era la de un atleta. Ni tampoco tenía pinta de un erudito. Sin embargo, subió como quien recorre un camino llano y habla como un verdadero conocedor. Miguel sin saberlo nos enseñó más que subir una montaña y llevarnos al mirador. Su sencillez fue inspiradora.
Nosotros sí que necesitamos de ese extra. Descansos a intervalos. El lodo nos volvía torpes. Las rocas fueron desafiantes. Las ramas pegando en nuestra cara y brazos. Mi cuerpo estuvo a prueba en un ambiente que no me es cotidiano. Hubo tramos donde utilizamos cuerdas para impulsarnos. Resbalé. Me equilibré. No me permití perder el impulso. Tuve que poner especial atención al camino. Nunca me desanimé. Sabía que podía. Sólo pensaba en mi objetivo. Estaba en el lugar. Era ahí donde tenía que esforzarme. No te mentiré, no fue fácil subir. El camino fue bastante sinuoso y, a medida, que ascendíamos más complicado se ponía. Ya sé, tal vez te preguntes el porqué de tanto esfuerzo por un amanecer. Porque el Atitlán lo vale. Y aún hoy que lo recuerdo, lo valió todo.
Llegamos a las cinco con ocho minutos al mirador. Tuvimos tiempo para descansar un poco y recobrar el aliento. Miguel nos ofreció café del que cultiva y que preparó en la brasa. Mientras seguía oscuro, de hecho, demasiado. Recordé aquello que algunos afirman que nunca se está más oscuro que cuando va a amanecer. Sólo se escuchaban nuestras respiraciones y algunos murmullos de los insectos.
En penumbras, comenzamos a identificar los volcanes que rodean el lago. Advertimos de las erupciones del volcán de Fuego. Se respiraba paz y tranquilidad. Hubo momentos de conexión con la tierra y el agua. En medio del silencio, logramos estar presentes. Unirnos con el lago y la compañía de Miguel. La exuberancia del Atitlán es poderosa y si te dejas conquistar caes rendido a sus encantos.
Los rayos del sol comenzaron a asomar tenuemente a las cinco y media; el milagro de un nuevo día había llegado y nos ofrecía las vistas de los volcanes, el lago, los pueblos que circundan el Atitlán, las primeras actividades de sus habitantes y nosotros como testigos de la magia de renacer.
No exagero al decir que me sentí en una verdadera paz rodeada de belleza. Contemplando el lago en toda su extensión y plenitud. Hay algo de esa sensación que pervive en mí. Y sin ninguna pretensión puedo afirmar que pudiera recurrir mentalmente a ese momento si me llego a sentir estresada, frustrada o desesperada en algún momento de mi vida cotidiana. Para eso son los recuerdos, para traerlos cuando los necesitas. Como afirma el autor Richard Osman en "El club del crimen de loa jueves": "En esta vida tienes que aprender a valorar los días buenos, guardártelos en el bolsillo y llevarlos contigo a todas partes".
Estuvimos así hasta alrededor de las seis y media. El sol ya bañaba todo con su luz a nuestro alrededor. Teníamos la certeza de que había llegado un nuevo día que nos regalaba la oportunidad de vivirlo. La belleza no amaina con la luz, sólo es diferente.
Iniciamos el descenso. Íbamos satisfechos y llenos. El retorno también tuvo su reto. La fortuna es que lo que no pudimos apreciar de noche, lo hicimos de día. Fue otra parte de la experiencia. Ver desde lo alto los caminos, los árboles y la espesura.
Bajamos felices y nos reencontramos con Milton quien nos llevaría de regreso a nuestro hotel. El trayecto fue a través de los pueblos que en plena actividad cotidiana nos presentaron otro aspecto de sus pobladores. Su vida y sus costumbres. Milton nos siguió hablando de su historia.
El Lago de Atitlán tiene una extensión de 130 kilómetros cuadrados y una profundidad de 340 metros. Es considerado uno de los más bellos del mundo según el National Geographic. El escritor francés Antoine de Saint-Exupéry se inspiró en sus paisajes para escribir “El principito” y Aldous Huxley lo describió como el más hermoso en su libro “Más allá del golfo de México”. Además, fue nominado como una de las Siete Maravillas del Mundo.
Sea como fuere, el Lago de Atitlán se clavó en mi corazón y aunque cada vez se aleja más ese amanecer del que fui testigo, aún cierro los ojos y, puedo sentir su imponente presencia junto con sus pintorescos pueblos y volcanes. Ruedan lágrimas de alegría y una tremenda paz.
Gabriela Casas, octubre 2025.